Si no hubiera sido por el cáncer de estómago que acabó con él a los 65 años, este 12 de noviembre Michael Ende hubiera cumplido 86. La efeméride me sirve de excusa para subir hoy a lo alto del Monte Vaea y, junto a la tumba de Stevenson, recordar uno de los libros más importantes de mi vida que supuso casi una lectura fundacional y de la que soy deudor directo. Evidentemente, es La historia interminable.

La Valencia de mediados de los años 80 –donde este escribidor vivía– era una ciudad de descampados, que se medio inundaba a cada gota fría y con un centro histórico casi en ruinas y que intentaba, como podía, subirse al carro de la modernidad. A mis once o doce años, lo de ir al cine era algo bastante extraordinario porque la economía familiar no estaba para muchos trotes. No obstante, el cine era uno de los ritos de las vacaciones de Navidad que no fallaba ningún año. De hecho, es gracias a las grandes películas de mi infancia y primera adolescencia (La Guerra de las Galaxias, Indiana Jones, E.T…etc) por lo que me gusta la Navidad. Y me gusta porque, para aquel niño, el tiempo navideño traía dulces, juguetes y también grandes historias. Una de aquellas navidades llegó a los cines valencianos La historia interminable y así es como hice el viaje –creo que por primera vez, o al menos de las primeras que recuerdo– de una película a un libro. No me avergüenzo de ello. Hace tiempo que perdí la cuenta de cuántos libros han caído en mis manos previa versión cinematográfica o televisiva. Robert Graves y Yo, Claudio, Umberto Eco y El nombre de la rosa o Tom Wolfe y La hoguera de las vanidades fueron primero vistas y luego leídas. De hecho, descubrí a Rafael Chirbes –como tantos otros, aunque yo no me avergüenzo de ello ni pretendo lo contrario– gracias a la magnífica adaptación televisiva de su Crematorio con un José Sancho en estado de gracia.
La historia interminable es un libro fascinante. Una narración dentro de otra que, a su vez, se ramifica en infinitas narraciones que se derivan de las dos principales. Quien haya leído mi primera novela, El silencio del pantano, sabrá enseguida lo mucho que le debo a la obra más famosa del autor alemán. No obstante, mi historia con La historia interminable empezó con una canción. Con ésta:
El chico del cardado ochentero por excelencia era (y es) británico y se hace llamar Limahl que es su propio apellido (o casi) del revés porque, en realidad, su nombre es Christopher Hamill y ahora mismo tiene 56 años. La canción, pegadiza como pocas, sonaba en la radio mientras un servidor y sus amigos intentaban apretar a la vez los botones del rec y el play de la mini-cadena para grabarla en un cassette sin que se colara la voz del locutor (cuántos intentos fallidos… sólo de pensarlo). No la había compuesto cualquiera: el autor de la canción era el italiano Giorgio Moroder, artífice, entre otros pelotazos de los ochenta como What’s a feelin’ de Flashdance. Limahl había sido, hasta aquel momento, el líder de una banda de pop inglés llamada Kajagoogoo, de éxito efímero en los ochenta. Limahl y sus gorgoritos tuvieron un éxito enorme y, como suele pasar en estos casos, el triunfo se lo tragó. Después de The NeverEnding Story, casi nada le salió bien al cantante e incluso un tabloide británico le fotografió saliendo de una oficina de empleo en Londres. Más allá de lo que ocurrió después, el caso es que aquella melodía de techno-pop unida a las imágenes del videoclip que podíamos ver en un programa musical que hacían los sábados por la tarde fueron los mejores embajadores de la película.

La cinta fue un gran éxito. De hecho, entre las favoritas de los aficionados a las películas de fantasía (según una encuesta) sigue manteniendo un meritorio cuarto puesto a pesar de los años transcurridos y sólo por detrás de la saga de Harry Potter, la trilogía de El Señor de los Anillos y Los inmortales. Además, este film fue uno de los últimos cuyos efectos especiales se hicieron totalmente a la antigua, es decir, mediante modelos y animación de marionetas y sin la intervención de los ordenadores.

Ni que decir tiene que la película me fascinó y algunas de sus escenas (como la terrible muerte del caballo de Atreyu, Ártax, en los Pantanos de la Tristeza o los estornudos de Morla, la vieja tortuga que es alérgica a la juventud) me siguen conmoviendo aún hoy. Sin embargo, al autor, Michel Ende, no le gustó nada e hizo que quitaran su nombre de los títulos de crédito. La película, dirigida por el alemán Wolfang Petersen, sólo abarca la primera parte del libro y el propio Petersen mutiló aún más la historia y la modificó para que encajara en su proyecto, para disgusto del escritor. Después de aquella primera parte llegaron dos más: La historia interminable II. El siguiente capítulo, de 1990 y La historia interminable III. Escape de fantasía de 1994. Ni las he visto, ni pienso hacerlo.

Aunque el director, Wolfang Peterson y el compositor, Giorgio Moroder, tuvieron carreras exitosas después de aquella cinta, con el resto de protagonistas de la película no pasó lo mismo. Atreyu, el niño-cazador del Mar de Hierba fue interpretado por Noah Hathaway que, con posterioridad, ha tenido una carrera muy irregular, con papeles secundarios en películas de segunda categoría. Más radical aún fue Barret Oliver, que interpretó a Bastián y que está considerado como uno de los mejores actores infantiles de todos los tiempos y que, en 1989, dejó el cine. Hoy en día es un reputado fotógrafo de Los Ángeles. Para Tami Stronach, la Emperatriz Infantil, la película fue su primera y última experiencia cinematográfica pues, después de aquello, siguió con su carrera como bailarina y coreógrafa.
Gracias a aquella película llegué al libro. En la estantería de mi casa sigue aquel ejemplar, ajado por el uso y los años, con sus páginas editadas con doble tinta: roja para la historia de Atreyu y verde para la de Bastián. Curiosamente, la gestación de la novela es tan apasionante como la novela misma. El editor de Ende le encargó un libro infantil y juvenil. Ende, tras una tarde reunido con el editor, le escribió en un papel que la novela iba a ir de un niño que, al leer un libro, se encuentra literalmente dentro de la historia. Tenía que ser un relato corto, de un centenar de páginas más o menos que estaría terminado en pocos meses. Estábamos en febrero de 1977 y Ende y su editor pensaban sacar el libro antes de navidad. En privado, el escritor decía que, en aquel momento, creía que no sabía cómo demonios se las iba a arreglar para alargar aquel boceto hasta el centenar de páginas prometido.
Sin embargo, pasaron los meses y Ende no hacía más que pedir ampliaciones del plazo pactado. La editorial no supo nada de él hasta el otoño de 1978 cuando Ende se puso en contacto con la compañía mediante una carta para decirle que necesitaba aún más tiempo pero, esta vez, había una razón para ello. Según el escritor, el joven Bastián se negaba a salir aún de Fantasía y su deber, como autor, era seguirle en sus viajes.
Más perplejos se quedaron en la editorial cuando, en la siguiente carta, Ende decía que el libro necesitaba un diseño especial: tenía que ser un volumen encuadernado en cuero con incrustaciones de madreperla y cierres de latón. Pensando seriamente que su escritor había perdido el juicio, Hansjörg Weitbrecht, que así se llamaba el editor que vivía en Stuttgart, se fue a ver a Ende en persona a su casa de Genzano, cerca de Roma, donde vivía el escritor. Allí, tras mucho discutir, consiguió que Ende se conformara con que el libro se editara con tinta a dos colores y que cada uno de los 26 capítulos empezara con una letra ornamental. Y nada más. Eso sí, el editor transigió con que Ende se tomara el tiempo que necesitara para, tal y como dijo, hallar la solución que permitiera sacar a Bastián de Fantasía. Ende, según contó su editor después, estaba desesperado por conseguir que su héroe –o sea, él mismo– consiguiera salir del mundo mágico en el que lo había encerrado. Al final encontró la llave, el ÁURYN, la joya que representa a dos serpientes entrelazadas. Y la manera en la que se usa el ÁURYN no la cuento para que quien no haya leído el libro lo disfrute. El ÁURYN, en la película, va colgado al cuello de Atreyu y ese elemento de atrezo, el original, está desde hace años en la mesa del despacho del director y productor norteamericano Steven Spielberg, gran admirador de la novela y de la película. Los hay con suerte.
A pesar de que La historia interminable está considerado como un libro infantil/juvenil, el propio Ende decía que iba mucho más allá y que se podía considerar como un relato filosófico. Así lo expresaba en una entrevista en el diario El País el 22 de abril de 1984 y que se puede consultar íntegramente aquí.
“Cuando nos fijamos un objetivo, el mejor medio para alcanzarlo es tomar siempre el camino opuesto. No soy yo quien ha inventado dicho método. Para llegar al paraíso, Dante, en La Divina Comedia, comienza pasando por el infierno. (···) Para encontrar la realidad hay que hacer lo mismo: darle la espalda y pasar por lo fantástico. Ése es el recorrido que lleva a cabo el héroe de La historia interminable. Para descubrirse, a sí mismo, Bastián debe primero abandonar el mundo real (donde nada tiene sentido) y penetrar en el país de lo fantástico, en el que, por el contrario, todo está cargado de significado. Sin embargo, hay siempre un riesgo cuando se realiza tal periplo; entre la realidad y lo fantástico existe, en efecto, un sutil equilibrio que no debe perturbarse: separado de lo real, lo fantástico pierde también su contenido”.

Ende, además de La historia interminable es autor de otro gran clásico de la literatura infantil y juvenil como Momo, pero además cultivó el ensayo, el teatro, la crítica y otras narraciones para adultos que, como suele ocurrir en estos casos, apenas son conocidas ni valoradas ya que su criatura literaria más famosa, su historia resultó ser tan interminable como las miles de ramas en las que se iba desgajando la narración principal y que terminó por ahogar todo lo que hizo antes y después. No obstante, el resto de la Humanidad hemos tenido la suerte de que Ende casi se perdiera en Fantasía y dejara escrita tan magnífica creación: majestuosa y mágica como el vuelo de Fújur, el dragón blanco de la suerte.