
El 6 de agosto de 1945, a las 8 horas, 44 minutos y 17 segundos de la mañana, la escotilla del bombardero estadounidense B-29 Enola Gay se abrió a 9.470 metros sobre la ciudad de Hiroshima, en el suroeste de Japón. Little Boy, la primera bomba atómica de la Historia, cayó en picado durante 43 segundos antes de estallar, como estaba previsto, a 600 metros del suelo. No obstante, los vientos del este la desviaron poco más de 200 metros sobre su objetivo, el puente Aloi, y explosionó sobre la cúpula de la Cámara de Comercio. Desde el punto de vista de la Física, fue una explosión ineficiente ya que sólo se produjo la fisión nuclear en el 1’38% de los 64 kilos de Uranio-235 que llevaba en sus entrañas. Con todo, fue suficiente para provocar una detonación de 16 kilotones, el equivalente a 16.000 toneladas de TNT. La temperatura en el epicentro subió hasta un millón de grados centígrados convirtiendo el aire en fuego. Durante esos 43 segundos de vuelo, el Enola Gay se alejó 18’5 kilómetros y, aunque su tripulación percibió la onda expansiva, no sufrió daño alguno. Abajo, en tierra, 70.000 personas murieron en un instante y el 69 por ciento de los edificios de la ciudad quedaron reducidos a cenizas. El genio científico humano había conseguido materializar un horror tecnológico sin precedentes que, aún así, repetiría, tres días después, en Nagasaki con otro ingenio de muerte llamado Fat Man y sus 6’2 kilos de plutonio con un poder aún más destructivo, pero que causó menor devastación gracias a las condiciones geográficas de la ciudad. Con todo, 25.000 personas murieron en pocos segundos. De la primera detonación, la de Hiroshima, hace hoy 70 años.
Viajé a Japón el pasado mes de abril y allí estuve durante 15 días. Entre los destinos turísticos del país del sol naciente que se publicitan en España no suele figurar ni Hiroshima ni Nagasaki, pero, durante la preparación del viaje, me puse especialmente pesado en mi empeño de visitar Hiroshima a pesar de que la ciudad está a más de 800 kilómetros de Tokio. Sin embargo, me salí con la mía y he podido añadir el nombre de la primera ciudad que sufrió el terror del átomo a mi lista de visitas de lugares con poder.
Ya he escrito en otra ocasión que colecciono visitas a lugares con poder. Como es obvio, la condición de lugar con poder es otorgada exclusivamente por un servidor, pero las condiciones que impongo para otorgar tal distinción a un sitio, creo, son fácilmente asimilables. A saber: debe ser un sitio de importancia histórica, literaria o –en menor medida, debo confesarlo– natural (las llanuras del Serenguetti, sin ir más lejos). Muchas veces que coinciden, faltaría más, con lugares turísticos de asistencia masiva (la Vía Dolorosa de Jerusalén, por ejemplo). En otras ocasiones son rincones poco frecuentados (el Tempietto de San Pedro in Montorio de Roma) y, también pasa, hay lugares con poder –como la pequeña isla de Högmarsö, en Suecia– simplemente, porque a este juntaletras le da la gana.
Entre los libros que me llevé a mi viaje por Japón (benditos lectores electrónicos que evitan que viaje con una biblioteca, como me ocurría antes) me gustaría destacar tres que casi se pueden presentar como guías para entender el antes, el durante y el después del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. Gracias a ellos entendí mejor qué estaba viendo. Y los tres fueron escritos por periodistas.
El primero de ellos se escribió 22 años antes del estallido de la bomba y salió de la incansable pluma de periodista del también novelista valenciano por excelencia: Vicente Blasco Ibáñez. Mi paisano, allá por los inicios de la década de los años 20, era rico y estaba aburrido en su villa de la Costa Azul francesa. Por ello, decidió hacer un viaje alrededor del mundo y se embarcó desde Nueva York en el paquebote Franconia, de 20.000 toneladas. Se trataba de un buque de lujo, preparado para dar la vuelta al mundo y que contaba a bordo con oficina bancaria, restaurantes donde ofrecían seis comidas al día –cena de etiqueta obligatoria incluida– y hasta piscina. Y es que don Vicente ya tenía una edad y un estatus para determinadas cosas. El caso es que el periplo le llevó por 19 países y Blasco Ibáñez, que no sabía vivir sin escribir, lo plasmó todo en una obra en tres volúmenes llamada, cómo no, La vuelta al mundo de un novelista. Y una de las paradas fue, precisamente, Japón.
Sin pretenderlo en absoluto, casi seguí los pasos de Blasco en la isla del Crisantemo y la Espada –como la bautizó la socióloga americana Ruth Benedict en otro libro muy recomendable– , excepto que el arribó por el puerto de Yokohama (que era la entrada internacional del archipiélago en su época) y servidor lo hizo por el aeropuerto de Narita en Tokio. Sin embargo, estuvimos en los mismos sitios y terminamos nuestro viaje en el mismo santuario, el de la isla de Miyajima con su fascinante torii flotante. Esta isla sagrada queda a pocos kilómetros de Hiroshima aunque Blasco no dejó constancia de que visitara la ciudad treinta años antes de su destrucción.
El viaje de Blasco Ibáñez se hizo en 1923, es decir, hacía apenas 50 años que Japón había dejado de ser un país aislado y atrasado y había iniciado su modernización según los modos de Occidente a golpe de decreto y obediencia debida según dictaban las normas del Emperador Mutshuhito, que pasó a la historia por el sobrenombre que se dio a su reinado: la Era Meiji (que literalmente significa ‘Culto a las Reglas’ o ‘al Gobierno’, ahí es nada). Blasco Ibáñez ya se dio cuenta que aquella occidentalización obligatoria provocaba no pocas contradicciones en aquella sociedad tan extraña. Hoy en día, esas contradicciones entre lo tradicional y lo moderno aún pueden verse en un simple paseo por las calles de Tokio. El propio Blasco cuenta que, a su llegada a las afueras de Tokio, un grupo de niños salió a su paso. El novelista se sintió abrumado por los exquisitos modales de los japoneses, incluso a tan corta edad, y escribió: Este es un pueblo meticulosamente bien educado desde la infancia. Pero hay no sé qué en la sonrisa de los pequeños que hace sospechar la oculta y secreta convicción, adquirida en la escuela desde las primeras lecciones, de que el Imperio Japonés es el pueblo más superior de la Tierra y, algún día, obtendrá la hegemonía que le pertenece por derecho divino. Al final de la descripción del viaje, Blasco hizo una profecía que, leída casi un siglo después, pone los pelos de punta: Las grandes potencias tratan con dureza a este pueblo que continúa acariciando silenciosamente su ensueño de dominación sobre la mayor parte de Asia […] ¿Quién sabe si Magallanes, al dar el nombre de Pacífico al mayor de los océanos, inventó, sin saberlo, la más cruel y sangrienta de las ironías de la Historia?
Algo vio Blasco Ibáñez dos décadas antes del ataque a Pearl Harbour que hacía prever el desastre al que se dirigían los japoneses, cuyos dirigentes hicieron gala de una irresponsabilidad que terminaría en tragedia. Así se cuenta en el segundo de los libros que me guiaron durante el viaje. Se trata de Némesis. La derrota del Japón 1944-1945, escrito por Max Hastings, periodista e historiador británico. Se trata de una obra monumental de 800 páginas, prolija y rigurosa pero, al mismo tiempo, didáctica y amena tal y como suelen hacerlo los grandes historiadores británicos como el mismo Hastings, Paul Preston o, quizá mi favorito, Antony Beevor. En todo caso, del libro de Hastings destacaría dos ideas a cada cual más aterradora: la primera es la denuncia de la frivolidad con la que los mandos –militares y políticos– de uno y otro bando mandaban a la muerte a miles de jóvenes soldados, marinos y pilotos. La segunda enseñanza de la obra de Hastings es que, si un bando fue más irresponsable que el otro, éste sin duda fue el japonés cuyos gobernantes sabían, antes incluso del ataque a Pearl Harbour, que se metían en una guerra que no podían ganar por la abrumadora superioridad económica y tecnológica de los Estados Unidos. No obstante, engañaron a su pueblo, con esa fascinante capacidad poética que tienen los japoneses, apelando a un supuesto espíritu nacional “fuerte como el hierro y bello como la flor del cerezo” que se impondría a la “despreciable nación de comerciantes”. Esa supuesta imposición, según Hastings, se limitaba a que los Estados Unidos negociaran con Japón una paz “digna” a ojos de los nipones que incluyera un reparto del Pacífico y el sureste asiático donde las atrocidades realizadas por el Ejército Japonés aún se recuerdan hoy en día con odio en Filipinas, Tailandia, Corea del Sur o Birmania. No contaban los gobernantes japoneses, ebrios de un militarismo que también afectaba al mismo emperador Hirohito, que Estados Unidos no iba a hacer con Japón lo que no había hecho con Alemania y que la guerra sólo iba a acabar de una manera: con la rendición incondicional.
Sin embargo, los líderes japoneses estaban dispuestos, dice Hastings, a hacer pagar carísimo cada palmo de suelo nipón que los Aliados pretendieran ocupar, especialmente en las islas principales del archipiélago. Todo el mundo sabía que Japón estaba exhausto, que no podía continuar la guerra mucho más tiempo pero, a la vez, que estaba dispuesto a sacrificar hasta el último hombre en un baño de sangre suicida –como los llevados a cabo en Iwo Jima y Okinawa– si los Aliados invadían las islas principales. Así, sólo 13 días después de haber sido nombrado presidente de EEUU tras la muerte de Roosevelt, el 25 de abril de 1945, Harry S. Truman recibía en el Despacho Oval al general de división Leslie Groves, máximo responsable de una iniciativa ultrasecreta de la que el presidente oía hablar por primera vez. Se llamaba el Proyecto Manhattan y se habían invertido en él 2.000 millones de dólares para construir el arma más terrible de la Historia de la Humanidad “capaz de destruir por sí misma una ciudad entera”, según le dijo al anonadado presidente. Dos semanas después, el 8 de mayo de 1945, Alemania anunciaba su rendición incondicional. Al día siguiente, sin embargo, Japón anunciaba desafiante al mundo que la rendición alemana no hacía sino incrementar su voluntad de seguir luchando. Y, así, empezaba a sellar el destino de miles de vidas en Hiroshima y Nagasaki.
Hiroshima fue elegida entre 19 objetivos entre los que se encontraba Kioto que se salvó porque un general americano había pasado allí su luna de miel
Asegura Hastings que, en el lado norteamericano si los hombres de ciencia que formaban parte del Proyecto Manhattan hubieran tenido un conocimiento más profundo sobre la desastrosa situación en que, ya en términos meramente estratégicos, se hallaba Japón en 1945, se habrían opuesto a una Hiroshima aún con más empeño […]. Por su parte, los políticos responsables carecían de una percepción adecuada del sentido que [la bomba] tendría para la civilización. Por su parte, en el bando japonés, en fecha tan cercana ya al armagedón como el 22 de junio, el emperador Hirohito y las máximas autoridades políticas y militares proclamaban en el Palacio Imperial de Tokio –48 horas después de la derrota de Okinawa– su intención de proseguir con la guerra hasta el último hombre. En resumen, unos por otros, el ingenio más aterrador surgido de la mente humana fue utilizado hoy hace 70 años. Especialmente recomendable en el libro de Hastings son las consideraciones sobre si EEUU obró bien o mal lanzando las bombas y que no voy a repetir aquí para no privar a nadie de su inquietante y lúcida lectura.
He dejado para el final el más impactante de los libros que me guiaron en mi viaje. Lo escribió, como los dos anteriores, otro periodista: el norteamericano John Hersey. Hiroshima, que así se titula, fue publicado primero como un reportaje por entregas en la revista The New Yorker y, al contrario que el libro de Hastings, se centra en seis personas, en seis supervivientes de la bomba cuyas vicisitudes recogió Hersey en su visita a la zona un año después de la detonación. El libro incluye, además, un capítulo final escrito 40 años después en otra visita de Hersey a los supervivientes. Hersey cuenta qué estaban haciendo aquel 6 de agosto a las 8:15 horas de la mañana el jesuita alemán Wilhelm Kleinsorge, el reverendo metodista Kiyoshi Tanimoto, la oficinista Toshiko Sasaki, el doctor Masakazu Fujii, el ama de casa Hatsuyo Nakamura y el joven doctor Terufumi Sasaki. A través de las penalidades sufridas por estas seis personas, Hersey consigue meternos de lleno en el horror provocado por políticos, militares y científicos –de un bando y otro– y sus consecuencias sobre la gente corriente. Quizá una de las cosas más curiosas del estallido de la bomba es que los que estaban allí y vivieron para contarlo no recordaban ningún estruendo (que sí fue oído, por el contrario, a 50 kilómetros de distancia). Sólo una luz cegadora y, después, para cada uno según sus circunstancias, el infierno.
¿Qué es hoy Hiroshima? Pues, en contra de lo que se puede pensar, es una de las ciudades más agradables de las que visité en Japón. Tokio y Osaka son verdaderas metrópolis de escala inhumana, mientras que Kyoto, Nara o Nikko, por su condición de capitales históricas que albergan abundante patrimonio artístico, tienen un cierto aire a museo que es común, por otra parte, a otras ciudades del mundo de las mismas características. No obstante, la Hiroshima de hoy es una ciudad de poco más de 1’1 millones de habitantes (en 1945 tenía 245.000, aproximadamente) que se extiende sobre seis islas conformadas por los siete brazos en los que desemboca el río Ota. Hay agua, puentes y jardines por todas partes y, como en todas las ciudades japonesas, un centro urbano con altos rascacielos pero que, al contrario que en Tokio o en Osaka, no agobian con su imponente tamaño.

Pensé que me iba a encontrar por todas partes referencias a la tragedia. Sin embargo, todo lo relacionado con la explosión está concentrado en el Parque Conmemorativo de la Paz (declarado Patrimonio de la Humanidad) que preside la Cúpula de la Bomba Atómica o Genbaku que es uno de los lugares más extraordinarios que he visitado. Este edificio, diseñado y construido por un arquitecto checo, funcionaba en 1945 como cámara de comercio cuando la bomba estalló sobre su vertical a 600 metros de altura. Aún hoy no está claro cómo es posible que la estructura de acero y hormigón resistió la onda expansiva y el aire que, justo aquí, alcanzó los 6.000 grados centígrados. Desde la Genbaku se puede pasear por la ribera de uno de los brazos del río Ota hasta el resto de edificios y memoriales que conforman el Parque Conmemorativo de la Paz. El museo, los distintos cenotafios y memoriales son visitas impresionantes pero que quedan empequeñecidas por la impresionante Sala de la Memoria. Se trata de un espacio circular y subterráneo en cuya pared se reproduce una imagen de 360 grados de la ciudad tras la explosión. La vista se construyó con fragmentos de 140.000 ladrillos recogidos tras la explosión (que era el número estimado de víctimas a finales de 1945) que presentaban distintos colores según fueron quemados por el fuego atómico de Little Boy.
El viajero no encontrará en el resto de la ciudad ninguna otra referencia a la bomba. Tampoco hace falta porque, si Japón demostró algo positivo tras la II Guerra Mundial, fue su capacidad de recuperarse. Todo el complejo, curiosamente, irradia una serenidad e incluso un ambiente alegre que, al principio, me desconcertaba. Esperaba algo mucho más dramático, pero los habitantes de Hiroshima paseaban y disfrutaban de aquellos jardines, el agua del río y el aire dulce de la primavera japonesa con sus espectaculares floraciones de cerezos. Había terrazas llenas, puestos de helados y hasta música en directo. El horror desatado 70 años antes parecía, incluso, fuera de lugar en tan agradable entorno.
Los supervivientes esperaron doce años hasta que el Gobierno japonés promulgó una ley que les otorgaba asistencia sanitaria gratuita
Y es que, según cuenta John Hersey en su libro, los gobiernos japoneses posteriores a la derrota no se portaron especialmente bien con los supervivientes. De hecho, ni siquiera les quiso llamar así. Dice Hersey que se tendía a evitar el término supervivientes porque concentrarse demasiado en el hecho de estar con vida podía sugerir una ofensa a los sagrados muertos. Les llamaron ‘hibakusha’ (personas afectadas por una explosión) y, durante más de una década, vivieron olvidados porque el Gobierno no aceptaba ningún tipo de responsabilidad sobre su suerte. Es más, los hibakushas no conseguían empleos porque su exposición a la radiación provocaba que estuvieran enfermos con frecuencia e incluso tenían dificultades para casarse ya que la mayoría de la población pensaba que sus dolencias eran contagiosas. Tras años de calvario, en 1957 –doce años después de la bomba– no se promulgó la Ley de Cuidados Médicos para las Víctimas de la Bomba Atómica que, entre otras cosas, daba derecho a atención médica gratuita. En la década de los 70, se calculaba que sólo 1 de cada 10 habitantes de Hiroshima era hibakusha y hoy en día, sus descendientes están por debajo, incluso, de ese mínimo porcentaje.
Y es que, en todo Japón, las referencias a la Segunda Guerra Mundial son, como mínimo, vagas a pesar de que la nación actual no es entendible sin el conflicto y sus terribles consecuencias. En la docena de ciudades que visité, las únicas referencias al conflicto las encontré en Hiroshima, por motivos obvios. Incluso aquí, las explicaciones eran del estilo “Japón optó por el camino de la guerra durante algunas décadas del siglo XX”, pero sin dar más explicaciones. Incluso en Tokio, el santuario Yasukuni es objeto de permanente enfado por parte de otras naciones asiáticas como China, las dos Coreas o Filipinas ya que allí se guardan las cenizas y los cenotafios de soldados muertos en las guerras que participó Japón desde 1867, incluyendo, por cierto, las de criminales bélicos ejecutados tras la Segunda Guerra Mundial como el mismísimo general Hideki Tôjô.

En todo caso, Hiroshima supuso una de las sorpresas más agradables de mi viaje a Japón, no sólo por la intensidad de un lugar con poder como el Genbaku sino por su capacidad de haberse recuperado de uno de los mayores horrores de la Historia Contemporánea. En Japón, como es lógico, todo es muy distinto a occidente. Sin embargo, me llamó la atención ver, en las riberas de los siete afluentes del río Ota que configuran la ciudad de Hiroshima, a unas viejas conocidas, comunes en todo el Mediterráneo. Eran espesos setos de adelfas (que los valencianos llamamos baladre) con sus flores blancas y rosas compitiendo en belleza –y sobre todo, en número– con las omnipresentes sakura (que son las flores del cerezo, emblema nacional de Japón). Resulta que la adelfa, además, es el emblema de la ciudad de Hiroshima y lo es porque, la primavera de 1946, la primera planta que floreció sobre aquel suelo yerto y destruido por el ingenio humano fue, precisamente, ella.